Media hora más tarde, los efectos de la inyección me vencen,
los nervios ceden y los párpados cesan su actividad. La reconversión de un ser
humano en robot de hospital es increíblemente rápida. En primer lugar cambian
tus andares, por el gotero y el pijama.
Luego la cama te engulle como una planta carnívora.
Muy pronto, cualquier sensación de sol o de viento
desaparece y empieza a llover en el interior de tu cabeza. Te olvidas de reír,
de caminar. E incluso si pruebas con los sueños, el dolor y sus escoltas
meditosos se encargarán de recordarte lo muy enfermo que estás.
No obstante, lo peor es despertarse en pleno día en un
cementerio de vivos. Nadie lee, todo el mundo bosteza delante de la tele. Es la
época de las horas fofas, de los relojes flácidos al estilo Dalí. Los minutos
se disfrazan de horas veo cómo lo hacen. Mi habitación es un horrible torno y
las paredes se estrechan un poco más cada día.
Unas jeringas crecen en el techo y me orinan éter en los
ojos. Me ahogaré entre sábanas. Convertirse en una sirena con pijama. Una
sirena que ni siquiera sabe nadar.