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martes, 16 de diciembre de 2014

Enfermo.

Desde pequeña me enseñaron que la capacidad de amar debía entenderse como una virtud, más cercana a la caridad que a los verdaderos sentimientos.
Crecí con la idea de que el mundo era un lugar siniestro y peligroso, que la única forma de evitar su influencia era encontrar al hombre que me protegería, y al que yo protegería de si mismo, por encima de todo.
Hasta que un día apareció ella.
Tras una larga huida escape a las ciudades, donde comprendí porque la mayoría de los sueños mueren atropellados por la velocidad, incluso antes de haber sido evocados.
Allí encontré a muchos hombres dispuestos a protegerme. Incluso algunos juraron hacerlo de ellos mismos y de las leyes que sostenían en pie sus hogares.
Al final me acabe casando con el que mejor mentía.
Juntos creamos un hogar, un refugio, un castillo inexpugnable contra todas las calamidades del mundo.
Nuestras felicidad era un sillón incomodo pero cálido, una vieja radio atascada en una frecuencia hipnótica que emitía sin cesar un latido casi inaudible, una frase que solo se podía escuchar cuando caía la noche... y una de aquellas noches, ella volvió.


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