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martes, 24 de julio de 2012

Dí la verdad y humilla al Diablo.

Siempre acababa escogiendo la vida.
¿Hacía lo correcto? ¿Existía otro punto de vista que pudiese arrojar más luz en mi camino?
No se me ocurría a quién preguntar.
 Traté de imaginarme la cara de un ministro metodista si le preguntaba: "¿Sería mejor apuñalar a alguien para seguir de una pieza o dejar que te matase? ¿Sería mejor romper un juramento hecho ante Dios, o negarse a romper la mano de un amigo en mil pedazos?"
 Ésas eran las encrucijadas a las que me había enfrentado. 
Puede que estuviese en deuda con Dios, o que me estuviese protegiendo como Él quería que lo hiciese. 
No tenía ni idea, y era incapaz de ahondar lo suficiente en mis pensamientos para alcanzar la verdad absoluta a todas mis preguntas.
¿Se reiría la gente si supiera lo que estaba pensando? ¿Les haría gracia la ansiedad que me producía el estado de mi alma?
 Muchos de ellos probablemente me dirían que la mayoría de las situaciones están cubiertas por la Biblia, y que si dedicase más tiempo a leer el Libro, hallaría todas las respuestas.
Hasta el momento, eso no me había servido de gran cosa, pero no tenía ninguna intención de rendirme. 
Abandoné la espiral de mi pensamientos y me dediqué a escuchar a los que me rodeaban para dar un descanso a mi propio cerebro.

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