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viernes, 26 de octubre de 2012

Si sale mal, siempre puedes suicidarte.

Cuando empecé con todo - y cuando digo todo me refiero a la vida -, el suicidio no era más que un chiste malo. "Si tengo que subirme a ese coche contigo me corto las venas con un cuchillo para untar mantequilla". Era tal real como un unicornio. No, menos real incluso. Era tan real como la explosión que hacía saltar por los aires al coyote de dibujos animados. Cien mil personas amenazan con suicidarse cada día y otras cien mil les da la risa, porque como los dibujos animados, es una amenaza divertida e inocua.  Algo que ya se te ha olvidado antes de apagar la tele.
Luego pasé a considerarlo como una enfermedad que contraían las personas si vivían en algún lugar lo bastante sucio para pillar la infección. Era "un tema desagradable de conversación en la mesa" y, al igual que la gripe, solo mataba a los débiles. Si habías estado expuesto a la enfermedad, no hablabas des tema. Tampoco era cuestión de ponerle mal cuerpo a la gente.
En el instituto ya se convirtió en una posibilidad. No inmediata, no en plan "voy a descargarme este disco porque suena una guitarra tan sucia que me da ganas de bailar", sino una posibilidad comparable a decir que de mayor sería bombero, astronauta o el típico contable que se queda trabajando los fines de semana mientras su mujer le pone los cuernos con el conductor de la furgoneta de reparto. Se convirtió en una posibilidad en plan "yo de mayor seré fiambre".
La vida es un pastel que tenía buena pinta en la bandeja de la pastelería, pero que al comerlo me sabía a sal y a serrín.
Me sentaba bien cantar "El fin".
Me hizo falta mi grupo para convertir el suicidio en un objetivo  en una recompensa por los servicios prestados. Para cuando aprendieron a decir el nombre en Rusia, Japón y Iowa, todo tenía importancia y nada la tenía, y yo ya estaba harto de intentar averiguar cómo era posible que fuesen verdad las dos cosas. Yo mismo era un sarpullido en carne viva. Me había propuesto hacer lo imposible, fuera lo que fuese, solo para descubrir que lo verdaderamente imposible era convivir conmigo mismo. El suicidio se convirtió en una fecha de caducidad, en el día después, cuando ya no tendría que seguir intentándolo.


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