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viernes, 10 de diciembre de 2010

Ich bin eir Berliner...

La muchedumbre se hacía mas tumultosa por momentos.
 La gente corría hacia el Muro. 
Algunos comenzaron a golpearlo con herramientas improvisadas, medio irrisorias, pero el obstáculo tenía que ceder.
Entonces, a unos metros de allí, se produjo lo increíble, uno de los mejores violonchelistas del mundo se encontraba en Berlín. 
Advertido de lo que estaba ocurriendo, se había unido a nosotros, a vosotros.
Apoyó su instrumento en el suelo y se puso a tocar. 
¿Fue esa misma noche o al día siguiente? Poco importa, sus notas de música también abrieron una brecha en el Muro. Fa, la si, una melodía que viajaba hacia vosotros, pentagramas en los que flotaban melodías de libertad.
 Ya no era yo la única que lloraba, ¿sabes? Vi muchas lágrimas esa noche.
 Las de esa madre y esa hija que se abrazaban fuerte, conmovidas al encontrarse después de 28 años sin verse, sin tocarse, sin respirarse.
Vi padres de cabello cano creer reconocer a sus hijos entre miles de hijos. Vi a esos berlineses a quienes solo las lágrimas podían liberar del daño que les habían hecho. 
Y, de repente, en mitad de todos los demás, vi aparecer tu rostro, allá arriba sobre ese muro, tu rostro gris de polvo, y tus ojos. Eras el primer hombre al que descubría así, tú el alemán del Este, y yo la primera chica del Oeste a la que veías tú.



Te quedaste encaramado al Muro durante largos minutos, mientras miradas atónitas no podían separarse la una de la otra. 
Tenías todo ese mundo nuevo que se te ofrecía y me mirabas fijamente, como si un hilo invisible uniera nuestras miradas. 
Lloraba como una tonta, y tú me sonreíste.
 Pasaste las piernas al otro lado del Muro y saltaste, yo hice como los demás y te abrí los brazos. Caíste encima de mi, rodamos los dos sobre ese suelo, esa tierra que aún no habías pisado jamás. 
Me pediste perdón en alemán, y yo te dije hola en inglés. 
Te incorporaste y me sacudiste el polvo de los hombros, como si ese gesto te perteneciera desde siempre. Me decías palabras que yo no comprendía. Y , de vez en cuando, asentía con la cabeza. 
Yo me reí, porque eras ridículo, y yo más todavía.
 Tendiste la mano y articulaste ese nombre que o habría de repetir tantas veces, ese nombre que no había pronunciado desde hacía tanto tiempo. Tomas.


Hubo un momento incomodo, frágil.
Te presenté a Antoine y Mathias, insistiendo tanto en la palabra "amigos" que la repetí seis veces para que la oyeras.
Eras un poco tonto, entonces no hablabas bien inglés.
 Quizá si que me entendieras, sonreíste y les diste un abrazo. 
Nos fuimos los cuatro a recorrer la ciudad. 
Tú buscabas a alguien, yo pensaba que se trataba de una mujer, pero era tu amigo de la infancia.
Él y su familia habían logrado pasar al otro lado del Muro diez años antes, y no habías vuelto a verlo. Pero, ¿cómo encontrar a un amigo entre miles de personas que se abrazaban, besan, beben, cantan y bailan por la calles?
Entonces dijiste que el mundo era grande y la amistad inmensa.
No sé si fue por tu acento o por la ingenuidad de tu frase, pero Antoine se burló de ti; a mí en cambio esa idea me parece bastante deliciosa.
¿Era posible acaso que la vida que tanto daño te había hecho hubiera preservado en ti los sueños infantiles que nuestras libertades han ahogado?
Decidimos ayudarte y recorrimos juntos las calles de Berlin Occidental.
 Avanzabas resuelto como si hiciera tiempo que os hubierais citado en algún sitio en concreto. 
Por el camino, escrutabas cada rostro, empujabas a los viandantes, volvías la cabeza una y otra vez.
Knap, así se llamaba el amigo al que buscabas.
Gritamos su nombre por todo Berlin.
 Un rostro se volvió hacia nosotros.
Vi cruzarse vuestra miradas, un hombre de tu edad te miraba fijamente. Casi sentí celos.
Como dos lobos separados de la jauría que se encontraran en el claro de un bosque, permanecisteis inmóviles observándoos. 
Entonces Kanapp dijo tu nombre: "¿Tomas?"
Vuestras siluetas se veían hermosas sobre las calle adoquinadas de Berlin Occidental.
 Abrazaste a tu amigo. La alegría reflejada en vuestro rostros era sublime. 
Antoine lloraba, y Matias lo consolaba.
Tú apoyaste la cabeza en el hombro de tu mejor amigo. 
Viste entonces que yo te estaba mirando, la levantaste enseguida y me repetiste: "El mundo es grande, pero la amistad es inmensa", y ya no hubo manera de consolar a Antoine.
No nos separamos en toda la noche, ni al día siguiente. 10 años que recuperar es mucho tiempo.
A la mañana después le explicaste a Knapp que tenías que volver. Tu abuela vivía al otro lado del Muro y no podías dejarla sola, solo te tenía a ti.
Habría cumplido 100 años este invierno. ¡Cuanto quise a tu abuela! Era tan hermosa cuando se trenzaba su largo cabello blanco antes de venir a llamar a la puerta de nuestra habitación.
Le prometiste a tu amigo que volverías pronto. 
Knapp te aseguro que las puertas no volverías a cerrarse nunca mas. 
Tu le contestaste : "Quizás, pero si tuviera que esperar otros 10 años para verte, seguiría pensando en ti todos los días."
Te levantaste y nos diste las gracias por ese regalo que te habíamos hecho. 
No habíamos hecho anda.
Nos marchamos.
 Por el camino me cogiste la mano, yo no me zafe, y caminamos así durante kilómetros.


A un lado y a otro del puesto de control, algunos seguían empeñados en derruir el hormigón a golpe de pico y pala.
Allí teníamos que separarnos.
Te despediste primero de Knapp. Te tendió una tarjeta de visita.
¿Fue por que tu amigo era periodista por lo que tu también quisiste serlo?
Cien veces te hice la misma pregunta, y cien veces eludiste responderme, dirigiéndome una de esas sonrisas torcidas que me reservabas cuando te ponías nervioso.
Estrechaste las manos de Antoine y Mathias y te volviste hacia mi.
Si supieras, Tomas, cuanto miedo tuve ese día, miedo de no conocer jamas tus labios.
Habías entrado en mi vida como suele llegar el verano, sin avisar, con esa luz radiante que descubre uno por las mañanas .
Me acariciaste la mejilla con la palma de la mano, tus dedos recorrieron mi rostro y dejaste un beso en cada uno de mis parpados. "Gracias". Fue la única palabra que pronunciaste, cuando ya te alejabas.
Knapp nos observaba, sorprendí su mirada. Como si esperara que yo dijera algo, las palabras que hubiera querido encontrar para borrar para siempre los años que os habían alejado el uno del otro.
Grite: "¡¡ Llévame contigo!!" y no aguarde tu respuesta; volví a tomar tu mano, y te juro que habrían sido necesarias todas las fuerzas de este mundo para lograr separarme de ti.
Antoine intento disuadirme, era una locura a su juicio.
Quizá, pero nunca había sentido una embriaguez tal.
Mathias le dio un codazo, ¿y eso a el que le importaba?, corrió hacia mi y me dio un beso. "Llámanos cuando vuelvas a París". 
Nunca volví a París, Tomas.
Te seguí; al amanecer de ese 11 de noviembre, volvimos a cruzar la frontera, y probablemente fuera la primera estudiante americana que entraba en Berlin Oriental, y si no lo era, desde luego era la mas feliz de todas.
¿Sabes? Cumplí mi promesa.
 ¿Recuerdas ese café oscuro en el que me hiciste jurar que, si algún día el destino nos separaba, debía ser feliz a toda costa?
 Se muy bien porque a veces mi manera de quererte te asfixiaba, habías sufrido demasiado por la falta de libertad para aceptar que yo atara mi vida a la tuya.
 Y, aunque en ese momento te odie por empañar mi felicidad evocando lo peor que podías pasarnos, cumplí mi palabra.



Las cosas que no nos dijimos. Mark Levy.

3 comentarios:

Lost Soul dijo...

me encanta ;)
ademas berlin es maravillosso

whatsername. dijo...

Es genial. Lo has escrito tu? :)

Y. Lemon dijo...

No, es de el libro d elas cosas que no nos dijimos.
Os lo recomiendo.
Love Berlin :)