Mis ojos se dirigieron involuntariamente a su rostro.
No pude controlar mis párpados: se levantaron,
y mis pupilas se fijaron en él.
Lo miré y obtuve de ello un intenso placer,
un placer preciado aunque doloroso:
de oro puro con una punta hiriente de acero.
Un placer como el que siente un hombre moribundo por falta de agua,
que sabe que el pozo al que se ha arrastrado es de aguas venenosas y,
no obstante, se inclina para beber profundamente de ellas.
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